martes, 25 de septiembre de 2012

EROSTRATO VUELVE A NEPTUNO.






Madame D´Herinan, a quien no puedo considerar prisionera de mi barco sino invitada perpetua con derecho a rescate, me dice que no tengo empatía con los señores que han estado en la plaza de Neptuno protestando por lo mal que va España.

No se trata de eso, pero Madame es de sangre caliente y yo soy carente de calor. No es que no sienta empatía, es que espero otra cosa de ellos, o de cualquiera que quiera cambiar las cosas. Los que actúan a la manera de los que rodean Congresos son, para mí, vulgares Eróstratos, y yo les pido mucho más si quieren que les empate.

Eróstrato, -esta explicación va para el señor de Singapur que no tiene por qué conocer el Egeo ni Itaca, no es como Artur Mas- era uno que incendió el templo de Artemisa alias Diana en Efeso, un 21-J (21 de Julio) de 356 a.C. Lo incendió simplemente porque quería ser famoso; quería unir su nombre perpetuamente al de una de las Siete Maravillas, y no se le ocurrió mejor idea que destruirla. El castigo, en consecuencia, fue que se prohibiera decir su nombre, lo cual por lo demás fue la mejor forma de que dicho nombre perviviera y todos sigamos contando su historia, para satisfacción póstuma del pirómano.

Eróstratos son todos los que hacen una barbaridad para pasar a la historia. El que mató a Lennon, el que atentó contra Reagan, el que estaba enamorado de no sé quién… unen su destino a algo grandioso, lo cual es en cierto modo unir la historia de un minúsculo a la de un mayúsculo, como un injerto enclenque de laurel en la rama de un roble. El fin justifica los medios y por eso no tienen reparos en cometer un delito horrendo; es más, parece que sin delito horrendo no hay fama. No conocemos el nombre de ninguno de los sicarios viperinos de Saladino o del Viejo de la Montaña que tan eficazmente asesinaban en silencio a sus enemigos, pero sí conocemos el nombre de los que en plena calle mataron a Canalejas o en pleno teatro a Lincoln, hay que ser bestia para alcanzar la fama. Jean Paul Sartre tiene un cuento sobre Eróstrato que va de esto, y me consta que la figura tiene aún más espejos en los libros, no en vano es atractiva la figura del que lo da todo en un momento para alcanzar la gloria sin ser Aquiles.

Pero a mí me aburren los Eróstratos si además de estetas pretenden ser moralistas. Cuando el que hace una burrada pretende decirme que además de fama busca arreglar el mundo, entonces empiezo a sospechar. Porque, normalmente, o bien el mundo ya está arreglado o bien la supuesta barbaridad que va a cometer el iluminado va a producir más alteración que otra cosa y generalmente degenera en daño a inocentes o en involución. “Prefiero el orden a la libertad”, que dijo Goethe; yo no digo eso, pero me cansan los profetas de la libertad que sólo la usan para causarme desorden y no me hacen más libre que antes. Para eso me quedo como estoy, y si alguien quiere liberarme de algo que me pregunte primero y ya le diré yo mil cosas que podemos hacer juntos para arreglar el mundo sin necesidad de rasgarme las velas del barco, que me son muy necesarias.
Eróstrato se cargó el templo de Artemisa. Con ello no sólo destruyó el templo sino que también quemó para siempre toda la obra de Heráclito que estaba allí depositada y quedaron sólo unos cachitos, causando con ello que al filósofo se le llame Heráclito el Oscuro simplemente porque sin conocer su obra no podemos entenderle muy bien. Artemisa (Diana en Roma) era hija de Zeus y sobrina de Poseidón (Neptuno en Roma), el cual protegió a la madre de aquélla –Leto- para que pudiera dar a luz en una isla a salvo de Hera, esposa de Zeus infiel. Hoy un Neptuno de piedra hecho fuente en Madrid ha vuelto a recordar a su sobrina Diana, aunque sólo sea porque miles de Eróstratos han pisado su plaza acosando o siendo acosados por policías –me da igual ya ese debate-.

¿Por qué llamo Eróstratos a los manifestantes? Pues porque las ideas de un hombre me parecen tanto más insignificantes cuanto mayor es el bien jurídico que deben violentar para defenderlas. Si un hombre debe quemar el Museo del Prado para explicar que quiere mucho a su vecina, ese hombre es un cretino además de un criminal. Si necesita cometer un magnicidio para hacerse famoso a sí o a sus ideas, es un lerdo y un vanidoso, cuando no un narciso. Admirables son los anarquistas de Sisí o de Cánovas que sólo atentaban para eliminar a un poderoso y no para hacer propaganda de su sapiencia. Gandhi, del que tanto se habla, no necesitó jamás insultar a un policía ni refregarse contra él, ni alentó la presión física ni las salidas de tono. Las ideas de Gandhi eran tan buenas que no necesitaba ir a ningún sitio para hacerlas brillar, era al revés y la gente acudía donde estaba él sentadito en el suelo con la rueca y la lana para escucharle.

Por eso me cansan los que creen que deben montar una gorda para que se les oiga y “se haga la justicia del pueblo”. No hace falta montar una gorda, señores, si sus ideas ya son gordas y valen la pena. No chupen rueda de un Congreso que ha hecho falta siglos para levantar y mantener, o no se peguen a la chaqueta de diputados que con todo lo que tengan de malo son al fin y al cabo símbolos de una institución que hemos tardado milenos en consagrar. Hay miles de kilómetros cuadrados en España y cientos de formas no ilegales para desarrollar una idea. Cuando lo hagan así les creeré, y creeré que Ustedes se creen sus ideas por ser grandes en sí mismas y no por el tamaño de la casa que van  a quemar, o por el cargo del político al que van a echar huevos. Decía Napoleón que los hombres se miden por el tamaño de sus enemigos y ustedes se lo han apuntado en la mano equivocada. Dejen de convertir la parte en el todo, y no se preocupen que estaré encantado de tener empatía con Ustedes cuando me demuestren que les gustan más sus propias ideas que el fiestorro que van a montar a costa de mis impuestos o que la pintada que van a hacer en la escultura de Neptuno.

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